Muchos consideran a Picasso el primer artista pop.
No por la factura de su obra, sino por su pionera faceta como icono moderno.
Luego llegarían Warhol y compañía, pero a Picasso le corresponde esa primigenia
elevación a los altares de la cultura popular contemporánea. Una figura totémica y fagocitadora capaz de ir más allá, mucho más allá, de su papel como
artista. Su huella ha quedado impresa en las siguientes generaciones de
autores. En lo
formal y en lo existencial.
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En el caso de Kippenberger cuyo gusto por
las travesuras le hizo el centro de una generación de enfants
terribles alemanes, incluyendo Albert y Markus Oehlen, Georg Herold, Dieter Göls, y Günther Förg. Su trabajo
experimentó con ideas polémicas; y en un impulso para ejecutar todo tipo de
imágenes que ocuparon sus pensamientos marcó el mundo del arte de los noventa.
La marea de cuadros que produjo estuvo en ocasiones marcada por lo conceptual y
lo controvertido. Su obsesiva búsqueda de polémica a menudo dejaba un rastro de
ofensa; una vez produjo una escultura de un sapo siendo crucificado. Su arte se
relaciona con el movimiento artístico alemán Neue Wilde.
Kippenberger digirió aquella imagen, la rumió sin
descanso y la regurgitó en una serie de autorretratos pintados en 1988. Piezas
que dan la bienvenida al espectador y que rodean un conjunto de acuarelas que
ofrecen variaciones de ese mismo tema: Kippenberger en ropa interior,
trasmutado en un personaje entre siniestro y melancólico.
El Museo Pablo Picasso inicia esta semana lo que se
llama 'Kippenberger miró a Picasso'. El montaje reúne 55 piezas, así como 48
libros de artista y 73 carteles y postales. Con ese conjunto, la institución Museo
Picasso Málaga bucea en el universo complejo, controvertido y por
momentos oscuro del autor alemán, considerado por la crítica especializada como
una de las firmas más influyentes en el arte de la segunda mitad del siglo XX.